domingo, 5 de febrero de 2012

Charles Dickens y la invención de la realidad



(Publicado en Laberinto, Milenio, 2012-02-04)

El 7 de febrero celebramos 200 años del nacimiento de Charles Dickens, en cuyos relatos y novelas conviven el pensador social, el sabio humanista y el humorista vivaz. No sólo dio aliento a centenares de seres que personificaron unas vidas tan inverosímiles como extremas, sino que capturó el espíritu de un paisaje urbano —Londres y sus calles decrépitas— sin el cual no pueden concebirse la ruindad y la bondad humanas. "Laberinto" ofrece ocho acercamientos polifónicos a su obra y su legado. Por estas páginas caminan el niño empleado en una fábrica de betún, el editor y periodista (con un texto inédito en español), el padre de familia, el enamorado, el escritor incansable a quien debemos la apología de esa institución literaria ya tan en desuso: el final feliz.

Cuando pensamos en Charles Dickens, normalmente recordamos su narrativa. No es para menos: es uno de los mayores novelistas de un siglo pródigo en grandes novelas, y sus personajes, en su obcecada voluntad de realidad, se niegan a convertirse en meras sombras. Sin embargo, no debemos olvidar que Dickens fue también un extraordinario periodista, y que la maestría con que tomaba en sus crónicas el pulso de sus tiempos es inseparable de su genio como narrador.

Durante los últimos veinte años de su vida, además de escribir novelas y realizar giras de lectura, el autor dirigió una publicación semanal, con el derroche de energía que terminó por matarlo. Para Dickens, “dirigir” era un término absoluto. No sólo era autor de múltiples artículos, sino que seleccionaba cuidadosamente a sus colaboradores, corregía los textos ajenos con un denuedo doloroso para algunos, y se aseguraba obsesivamente de que cada página llevara su sello.

Nunca olvidó la fascinación de sus primeros trabajos como reportero, las exigencias de rapidez y audacia de una vocación juvenil que no lo abandonaría. En su madurez se deleitaba en contar las vicisitudes de su aprendizaje: las transcripciones taquigráficas hechas en la palma de la mano, la adrenalina de ir al galope en un carruaje a cubrir un acontecimiento, con paradas estratégicas para pasar la nota a mensajeros a caballo para que no la ganaran los periódicos rivales.

De alguna forma era cosa de familia. En algún momento de su catastrófica historia profesional, su padre John Dickens fue reportero parlamentario y llegó a escribir para The british press y The times. Es probable que Charles haya colaborado con notas breves en estas publicaciones desde los catorce años.

Pronto sería él mismo reportero parlamentario del Mirror of parliament, propiedad de su tío John Henry Barrow. Los reporteros trabajaban apiñados en la galería de prensa en condiciones francamente insalubres, pero Dickens, dueño desde entonces de una energía incontenible, contribuía además a administrar y editar el periódico.

Dickens escribía sobre política en un momento de profundas reformas sociales, religiosas y legislativas, de gran descontento social y, a la vez, enorme vitalidad. En su avidez intelectual quería entender cómo era que todo sucedía, pero alimentaba a la vez el germen de la melancolía, expresada a menudo como ironía mordaz que revelaba el absurdo del comportamiento humano, la paradoja de lo real como irrealidad: ¿acaso no eran irreales los debates en el Parlamento, tan alejados de la vida cotidiana de las calles?

Colaborador también del True sun y el Morning chronicle, Dickens formaba parte de un ámbito radical con el que nunca cortó los lazos. Sin embargo, es difícil definir sus posturas políticas. Su trabajo está permeado por las contradicciones que constituían su personalidad, aunque esto no impidió que su genio fuera reconocido por los editores ingleses más importantes.

En sus “Bosquejos de Londres” para el Evening chronicle (cuyo editor, George Hogarth, se convertiría en su suegro) y para Bell’s life in London, firmados con el seudónimo Boz e ilustrados por el célebre George Cruikshank, empezaría a fusionar el acontecer público y la mirada personal. Es la década de 1830, cuando nace el Dickens novelista con los Papeles póstumos del Club Pickwick. Sus textos vívidos, estridentes en su exageración, el registro fiel del habla vernácula y su simpatía por todos aquellos vencidos por la desesperanza le ganaron una popularidad inédita. Era perturbadora su capacidad de retratar la realidad y a la vez crearla, de manera que sus lectores ya no sabían si se reconocían en sus personajes o estaban ellos mismos siendo inventados. Pero ser inventado por Charles Dickens era un privilegio insuperable.

En 1836 Dickens firmó un acuerdo con Richard Bentley para editar la Bentley’s miscellany, que pretendía ser la publicación más importante de su época, y entró en contacto con el equipo de Punch. Pero quizás el reportero más talentoso que había existido en Londres no estaba facultado para ser editor. Cuando Bradbury y Evans fundan el Daily news y proponen a Dickens como editor, éste ya era un novelista famoso bajo el peso de un trabajo abrumador. Sin embargo, enfrentó el reto con la temeridad de costumbre, y su afán de control absoluto pronto condujo a desacuerdos y catástrofes. La aventura duró poco: Dickens renunciaría a los pocos días de la aparición del primer número.

No se había dado por vencido. A fines de 1849 anuncia que será editor de una nueva publicación semanal. Ahora tendría mando total sobre el contenido, con el leal W. H. Wills como subeditor. El primer número de Household words aparece el 30 de marzo de 1850. Como era costumbre, las colaboraciones eran anónimas, pero era tan exhaustiva la labor de Dickens al corregir los textos de otros, y el empeño de algunos colaboradores en imitarlo, que Douglas Jerrold diría que la publicación era más bien “monónima”.

La empresa terminaría también con una nota amarga. Bajo la tensión de su separación de la sufrida Catherine, paranoico por los rumores sobre su vida privada, tomó la incauta decisión de publicar su nota “Personal” referente a su divorcio. Bradbury y Evans no estaban de acuerdo, y Dickens no les perdonaría su “deslealtad”. Decide romper toda relación con ellos y quitarles Household words. Sigue una compleja disputa, durante la cual Dickens ya planea su nueva publicación, All the year round. Ambicioso y más experimentado, hace de éste un semanario mucho más exitoso, al fin con control absoluto, como editor y propietario.

Las crónicas de Dickens, estampas de una existencia hiperreal que desborda la página, nos hacen cuestionar la posibilidad misma de la objetividad. Si bien constituyen uno de los documentos más importantes de la realidad social inglesa en el siglo XIX, lo mismo puede decirse de sus novelas, y la frontera es porosa. Son textos inseparables de la mirada de un hombre dividido entre los extremos de la risa y la melancolía, la indignación moral y la culpa, el ideal y el desencanto.

Es también la voz dividida del adulto-niño. Son recurrentes los recuerdos de infancia, la mirada del Dickens niño —precoz— que no perdió nunca y que está detrás de sus imágenes siniestras, los miedos que alimenta morbosamente, como en esas visitas a la morgue de París que tanto lo perturban pero a las que no puede resistirse, o la recurrente imagen del oscuro Támesis como albergue de víctimas del crimen o suicidas.

El niño Dickens está siempre dispuesto a arrojarse a la fantasía, a la risa que nace tanto de la observación puntual como de la imaginación desbocada: un estallido de inteligencia y de humanidad, atravesado siempre por el arroyo de la melancolía. Su humor oscila en la frontera entre el llanto y la risa, en la promiscua convivencia de vida y muerte.

En sus crónicas lo vemos caminar, incansable, la ciudad. A veces es el medio para combatir el insomnio y la ansiedad que le lleva a conocer a otros que no tienen más propósito que sobrevivir la noche. Sus descripciones de la gente que encuentra, aunque retratos implacables y a menudo crueles, no resultan alevosos: hay en ellos una especie de ternura, de aceptación de cada uno como partícipe del drama humano. Su exageración los define, acentúa su realidad, los fija al mundo. Son de la misma estirpe que los personajes de su narrativa. A menudo sirven de inspiración para alguno de éstos; otras veces los personajes imaginados asoman en el reportaje.

Dickens fue también pródigo en crónicas de viaje. Se deja llevar por la velocidad del ferrocarril, la realidad vuelta visión alucinada donde las cosas vuelan, saltan, desaparecen. Tiene un ojo certero para retratar el carácter nacional (el extranjero y el propio) o burlarse de las incomodidades y aburrimiento del viaje, tan exacto su retrato del ser humano en movimiento que cualquier viajero contemporáneo se puede identificar en él. Puede hacer un recuento hilarante de la comida y las bebidas inmundas que tienen que ingerir los viajeros en Inglaterra, servidas por dependientes apáticos en estaciones azotadas por el viento, o presentar al señor Lost (irremediablemente Perdido), incapaz de entender las reglas del ferrocarril. Las observaciones más cómicas chocan constantemente con imágenes de fatalismo.

Imagen: Daniel Maclise / 1839

Ciudad y naturaleza, el clima, los objetos, son seres con voluntad propia: el ferrocarril es una bestia que se cansa y gime; los barcos juegan en el agua como niños. A la vez, los humanos son equiparados con objetos arrastrados por las circunstancias; los vehículos, el clima, y los animales tienen rasgos definitivamente antropomórficos. En un paseo por los barrios perdidos de Londres se encuentra con varios perros que “tienen un hombre”, incluyendo al que tiene a un pobre ciego al que arrastra inmisericorde por las calles. Sus crónicas de la realidad son un cuento de hadas, el que el Dickens niño siempre quiso que fuera la existencia.

Pero sabía que no lo era, y se sumergía obcecado en la realidad atroz: la de sus tiempos, la de la condición humana. Es entonces el cronista indignado y compasivo de la miseria, la injusticia, la desesperanza. Sus visitas a los hospicios para indigentes, hospitales para niños, las calles más desoladas pobladas de personajes apenas humanos en su degradación, nos conmueven porque no hay distancia entre el ojo y el drama humano que retrata; no hay imparcialidad objetiva. Dickens era un hombre de emociones, y las que lo estrujaban ante la contemplación de la tragedia todavía nos tocan: el niño abandonado a las puertas del hospicio “parecía una cosa demasiado pequeña y pobre como para que la Muerte se lo tomara en serio, pero la Muerte se lo había llevado”; las mujeres rotas en el área de enfermas mentales; las obreras intoxicadas con plomo que viven hacinadas con sus familias en cuartitos miserables. Es sin duda la infancia lastimada lo que más lo estremece: “El ánimo que había reunido para que me sostuviera frente a las miserias de los adultos me faltó cuando vi a los niños”, dice en “Una pequeña estrella en el Este”. “Vi lo pequeños que eran, cuán hambrientos, cuán serios y quietos. Pensé en ellos, enfermos y muriendo en esas guaridas. Pienso en ellos muertos sin angustia, pero pensar en ellos sufriendo así y muriendo así me acobardó por completo”.

No escapan a su mirada el heroísmo y la generosidad en medio de la miseria. Celebra los esfuerzos de las escuelas de caridad y hospitales que sin recursos de ninguna índole logran mejorar aunque sea mínimamente las condiciones de los desposeídos. Dickens es, en efecto, sentimental: es un rasgo de su carácter y de sus tiempos, pero la suya es también la voz genuina de un hombre capaz de identificarse con el dolor del otro, de convertirse en el otro.

Lo mueve también la indignación, y sus crónicas son un constante desafío a la indiferencia, ineptitud y codicia del gobierno y la sociedad. De esta confrontación con lo real se alimenta el desprecio de Dickens por los políticos. ¿De qué les sirven, se pregunta, a los “muertos de hambre libres e independientes” los carteles que les dicen que voten por tal o cual hombre? Se pregunta también, viendo las huellas que dejan en el lodo los pies descalzos de los niños miserables, si alguien las descubriera diez mil años después, ¿podría imaginarse el estado de esa sociedad?

Como lo habían advertido sus desesperados colaboradores en el Daily news, a Dickens lo movían el instinto y la pasión, pero era a menudo irracional y contradictorio en sus pronunciamientos políticos. Sus observaciones con respecto a las huelgas son razonables en su afán conciliatorio y justo, y no falla el observador que reconoce la fragilidad humana en la sinceridad de los huelguistas que sin embargo carecen de un discurso sólido. Sin embargo, es también paternalista y condescendiente el mismo Dickens que no cree en la reforma de los prisioneros si no es a través del castigo.

Este es un claro ejemplo de sus contradicciones. En una crónica de sus andanzas nocturnas habla de detenerse tras las puertas de la cárcel de Newgate e imaginar el sufrimiento que encierran esos muros. Extiende esa mirada compasiva en sus novelas a criminales y prisioneros, retratados en toda su compleja humanidad. Los criminales ejercen sobre él una fascinación indudable. Sus retratos de asesinos son fruto tanto de la observación como de la imaginación. Le horrorizaba la simpatía que la gente sentía por el criminal durante el espectáculo del juicio; quizás era horror ante su propia fascinación. Existen testimonios escalofriantes de sus lecturas teatralizadas de la brutal escena de Oliver Twist en que Sikes asesina a Nancy, en las que Dickens parecía poseído por el criminal, y que finalizaba al borde del colapso.

De curiosidad insaciable, como periodista Dickens cubre todos los temas imaginables. Hace llamados apasionados a la acción social, acompaña a la policía del Támesis en su vigilancia del río o penetra el absurdo de la actividad humana con la creación de escenas delirantes, como la de la ciudad cubierta de carteles publicitarios. Es inmisericorde en su parodia de la burocracia que obstaculiza toda actividad humana, con el humor festivo y el exceso de sus novelas. Critica las modas de los ritos funerarios onerosos que arruinan a familias enteras o la insalubre costumbre de mantener mataderos en el centro de la ciudad. Se mete a los barrios para ver cómo se entretienen las clases más humildes; critica las omnipresentes casas de apuestas (que siguen siendo parte omnipresente del territorio inglés), pero (aquí el Dickens liberal) se opone a su prohibición. Aunque, como a todo hombre de su época, le interesaban los fenómenos psíquicos y experimentaba con el mesmerismo, se burla de la manía en boga del espiritismo exhibiendo la ingenuidad y la charlatanería humanas con su mezcla irresistible de mordacidad y simpatía. Muestra su rostro más conservador en artículos como “El salvaje noble”, exhibiendo su propia ignorancia y prejuicios con un desparpajo que perturba, pero su ojo avisado nos reta también a revisar los supuestos de las buenas conciencias.

No faltan en su producción las reseñas sobre el mundo del arte. Su juicio estético se inclina definitivamente por el lado conservador. Tiene un ojo alerta para desenmascarar la vacuidad detrás de las modas del momento, y enloquece ante lo que no comprende, como en su ataque furibundo a los prerrafaelitas. Puede equivocarse, y sin embargo sus ataques son tan cáusticos, se deja arrastrar en el exceso de sus propias palabras en un torrente tan arrollador, que le perdonamos sus despropósitos, agradecidos por la risa.

¿Qué era entonces para Dickens ficción, y qué realidad? ¿Es escandaloso sugerir que eran una y la misma cosa? En su obra de ficción inventó historias y personajes que inmortalizaron la realidad concreta que habitaba y a sus seres de carne y hueso. En sus crónicas, sujetó a lo real las alas de la imaginación para que cada objeto, cada edificio, cada calle, cada mujer, hombre, niño, tuviera una historia que contar —imperecedera—. Es una espiral desconcertante, y cautivadora. Años y años de dar a Charles Dickens por sentado y repetir juicios superfluos sobre su obra sin tomarse ya la molestia de conocerla no han logrado disminuir la fascinación por la exacerbada realidad de su obra narrativa y periodística, el placer vertiginoso de leerlo.

Adriana Díaz Enciso

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