Todos podemos ser asesinos: Daniel Giménez Cacho

Daniel Giménez Cacho lleva a escena la obra "Misericordia", protagonizada por ocho mujeres que caminan juntas en la Caravana por la Paz

Por la libertad de las ideas

En los últimos años, la prensa mexicana ha vivido momentos difíciles debido a la violencia y al crimen organizado. El PEN Internacional se solidariza con los periodistas y comienza actividades en nuestro país a favor de la libertad de expresión. Presentamos un recorrido por la historia de la organización y una entrevista con John Ralston Saul, su presidente.

Mi mamá es un zombi

Así despertó un día. Era un lunes como los he visto amanecer por montones, sólo que esa mañana en lugar de levantarme suave y cariñosamente, mi mamá intentó morderme los pies. Yo estaba dormido y primero creí que era una pesadilla. No reconocí que fuera ella. Sólo vi una horrenda cabeza con pelo negro que lanzaba mordiscos. La pateé con todas mis fuerzas y juro que escuché cómo tronaban algunas de sus vértebras.

Historias de zombis, la nueva moda literaria

Los zombis carecen del romanticismo y de la personalidad que poseen los vampiros, pero no por ello son menos seductores. Esos muertos vivientes que siempre en hordas van por la vida devorando cerebros, han cobrado una fuerza arrolladora y se han convertido en un fenómeno de la cultura contemporánea.

Charles Dickens y la invención de la realidad

El 7 de febrero celebramos 200 años del nacimiento de Charles Dickens, en cuyos relatos y novelas conviven el pensador social, el sabio humanista y el humorista vivaz. No sólo dio aliento a centenares de seres que personificaron unas vidas tan inverosímiles como extremas, sino que capturó el espíritu de un paisaje urbano —Londres y sus calles decrépitas— sin el cual no pueden concebirse la ruindad y la bondad humanas. "Laberinto" ofrece ocho acercamientos polifónicos a su obra y su legado. Por estas páginas caminan el niño empleado en una fábrica de betún, el editor y periodista (con un texto inédito en español), el padre de familia, el enamorado, el escritor incansable a quien debemos la apología de esa institución literaria ya tan en desuso: el final feliz.

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jueves, 19 de julio de 2012

Agua de Azar - Magris es un río



Jorge F. Hernández


Fuente: Milenio 


Confieso que hay autores que me son como montañas, cuyas obras se van apilando en el estante de las lecturas pendientes como cimas que se podrían conquistar cualquier otro día que no sea hoy, y de preferencia, a partir de pasado mañana. Luego, confieso las largas semanas en que aclimato mi filiación con los libros de escritores selváticos o boscosos; hablo de novelistas tropicales que embelesan con sus adjetivos precisos y el juego de verbos como transpiración de una planta desconocida y hablo también de narradores cuyas tramas son nieve de tundra, páramos engarzados de bosques espesos que se leen siempre de lejos, y con un soplo helado de vaho en cada línea. Conozco poetas que son jardín, y cuentistas que se explayan como narraciones habladas en la caminata de un atardecer, bañados sus párrafos con la espuma de las olas mientras el que lee va dejando sus huellas en cada página como quien imprime las yemas de los dedos sobre arena ocre y húmeda que se hunde por sílabas.

Tengo en mente relatos que parecen acantilados, novelistas que clonan ciudades, cuentistas que llevan en el mapa de sus rostros un llano incendiado de historias tremendamente sencillas y cronistas del pretérito cuyos recuerdos conforman la cordillera de la Historia con mayúsculas o el apacible valle de la historia minúscula, no patria sino matria, la de querencias como sobremesas y largos paseos que se alargan en conversación… Montañas, jungla, pampa y desierto… Autores que bordean sus libros como costas oceánicas y escritores que tejen sus obras como hierbas que reptan las bibliotecas, poetas que dibujan nubes con sus versos y que llueven bugambilias o jacarandas para que el asfalto de todas las calles llore morados… Pero de entre todos los que leo, quiero afirmar en estas páginas que Magris es un río.

Claudio Magris es un río y la imagen se debe evidentemente a su libro El Danubio, y a la deuda de gratitud creciente y sincera que le guardo a esas páginas húmedas junto con no pocos miles de lectores que han navegado sobre sus párrafos en sus sucesivas ediciones y traducciones. Pero que Magris es un río es afirmación que va más allá de ese solo libro: refiere también la admirable transformación que ese autor le imprimió como tatuaje indeleble al género del ensayo, abriendo como exclusas entre océanos la atrevida compaginación de ese género con todos los demás. Hablo de que Magris ha sido de los almirantes en prosa que no tuvo ningún empacho ni problema en compaginar imaginación con memoria, fundiendo agua salada y dulce como una confluencia natural al filo del océano inmenso de la literatura. En su obra transpiran por igual eso que llaman Non-Fiction (necio afán por definir algo por lo que no es) y Literatura Pura. El resultado confirma el torrente. Estamos ante un río cuya geografía traza un mapa entrañable de Europa, al tiempo que es espejo fiel del rostro de un escritor. Rostro entre tantas caras, escritor de vocación inquebrantable entre tanto autor advenedizo, río legible entre tanto libro inadmisible que compran los incautos.

Debo a mi maestro Julián Meza el descubrimiento de El Danubio según Magris. Una aventura que lleva ya poco más de veinte años de lecturas y relecturas navegadas, a veces con la ayuda de remos como referencias de un paisaje ignoto y a veces con el sosiego de ir pegado a los márgenes, allí dónde uno va anotando sincronías y afinidades. Veinte o más años de ir sobre las aguas de unas páginas donde se combina la corriente invisible de la historia con el oleaje inmediato de la superficie; aquí la memoria de un edificio y sus inquilinos ya fantasmas y allá, en la página siguiente, la precisa descripción de un paisaje eterno; por allá las páginas que apuntan a lo intemporal y por aquí el guiño de lo trascendental aunque efímero. Un libro ensayo de novelas con cuentos donde el autor no niega alma poeta; un río de kilometraje largo que va cambiando de idioma como serpiente que cambia de piel. Un río de pasiones y desencuentros, viaje intemporal por el tiempo que todos sincronizan al leerlo. “Novela sumergida” en palabras del propio Magris, viajero que contagia el viaje por todo lo que fue, es, ha sido y será la civilización danubiana… mapa verbal de lo que el observador contempla y cartografía autobiográfica al mismo tiempo.

jueves, 26 de enero de 2012

Un cuento para Bradbury - Agua de azar



Jorge F. Hernández
(Columna publicada en Milenio)

Siendo inmortal, no ha muerto Ray Bradbury y —llegado el día en que algún ingenuo noticiero tenga la ocurrencia de informar lo contrario— ya sabemos que pervivirá por siempre envuelto en la impalpable atmósfera del inmenso planeta rojo que llamamos Marte. Se sabe que Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en el pueblito de Waukegan, estado de Illinois; es decir, tiene 92 años y en realidad no se necesitan más pretextos para dedicarle un agua de azar como la que intento aquí. No hay más razones para estos párrafos que el honesto afán de una gratitud postergada: durante los pasados dos años y medio finqué la rara pero feliz costumbre de leer un cuento de Bradbury a la semana; la ocurrencia se debe al libro Bradbury Stories (Perennial, Harper Collins Publishers, 2003) gordo volumen que reúne nada menos que 100 de sus cuentos más celebrados. Al cargar por primera vez el libro parecía buena ocurrencia proponerse la lectura de un cuento por semana, como amuleto para las inciertas cien o más semanas que se fincaban en ese instante como un destino o meta; desde luego, hubo semanas en que falté a mi empeño y otras en que la madrugada me permitió leer más de un relato… pero el propósito se cumplía poco a poco, con la idea de llegar a estos párrafos como guinda de sincera gratitud.

Sucede que a Ray Bradbury lo había yo encasillado en la fácil consideración de ser el autor de Las crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953) y nada más. “Poeta del Pulp fiction”, diría el Time. Es decir, se me hizo fácil considerarme su lector por el hecho de admirar esas dos novelas con el debido asombro y sintiéndome inmune a la tentación de volverme fanático de esos párrafos, de los que citan Fahrenheit 451 como el Apocalipsis anunciado en este mundo donde ya nos alcanzó el futuro y así como en la novela es delito y pecado mortal no sólo leer libros, sino poseerlos, así hoy en día le buscamos similitud y metáforas a la pesadilla (o peor aún, considerarme lector de Bradbury —como dicen serlo muchos mentirosos— con tan sólo ver la película que se hizo sobre su novela incendiaria). Se me hizo fácil guardar en el estante de ciencia ficción sus Crónicas marcianas como divertido ramal de la Literatura con mayúscula, como si no fuera de a de veras. En mi estulticia y soberbia llevaba la baba de la ignorancia y estupidez: ahora que lo he leído a conciencia caigo en cuenta de la mayúscula Literatura de Bradbury, ésa genialidad que despertó en gigantes como Jorge Luis Borges (de allí su Prólogo a la primera edición en español de las Crónicas marcianas) o Eliseo Diego que tuvo el deseo de conocerlo en persona. De hecho, el gran poeta Eliseo sostuvo correspondencia con Ray Bradbury y se conocieron en un congreso en un encuentro que sin duda se repite en el infinito, en el espacio sideral, allá donde los marcianos extienden sus vacaciones invisibles.

Intento un cuento para Bradbury donde el personaje y sus circunstancias —según Wikipedia— son él mismo como si tuviésemos que inventarlo, como si no fuera cierto que es descendiente directo de Mary Bradbury (acusada y sentenciada a la hoguera por supuesta brujería en Salem, Massachusetts en 1692), como si no fuera cierto que Ray tuvo gemelos de hermanos mayores, uno de los cuales murió en 1918 o como si no fueran hijos y nietos de periodistas, gente de tinta y tipos móviles. El cuento narra la vida de un lector apasionado, devoto feligrés de la obra de Edgar Allan Poe, Somerset Maugham, John Steinbeck, L. Frank Baum y su Mago de Oz, Julio Verne, H.G. Wells y Edgar Rice Burroughs, autor de la saga de Tarzán que marcó al niño Bradbury con otro de sus libros que podríamos traducir como El cacique de Marte. Bradbury escribió a los doce años una continuación de esa novela, quizá sin saber que fincaría un amplio lectorio y pasaporte a la inmortalidad precisamente con sus relatos resumidos bajo el título de Crónicas marcianas años después.

En realidad, el boleto para la eternidad que lleva Ray Bradbury tatuado sobre el pecho con cada párrafo que ha escrito y cada libro que lee se debe a dos sortilegios milagrosos: el primero ocurrió en 1932, cuando alguien lo llevó a una feria y durante el espectáculo de Mr. Eléctrico el niño Bradbury fue el afortunado elegido entre todos los azorados niños que poblaban la carpa para pasar el ruedo de aserrín y ser tocado en la punta de la nariz por la electrificada espada de Mr. Eléctrico, al tiempo que el enigmático encantador de frac y chistera gritaba “¡¡Vive para siempre!!”. El otro milagro para la grandeza de este escritor se debe a una tía que leía cuentos todas las noches y fincó en Bradbury la sana enfermedad y justa devoción no sólo por los libros, sino por las bibliotecas: el propio Ray afirma que “las bibliotecas me criaron. No creo en los colegios ni en las universidades. Creo en las bibliotecas, pues la mayoría de los estudiantes no tienen dinero. Yo terminé la preparatoria durante la Gran Depresión y no tenía dinero. No podía inscribirme en alguna universidad, así que me propuse ir a la biblioteca tres veces a la semana durante diez años”. De hecho, como detalle del cuento de Bradbury habría que subrayar la hermosa escena del autor que escribe Fahrenheit 451 en la biblioteca Powell de UCLA, en la sección donde antiguamente se alquilaban por hora máquina de escribir.

El hombre que jamás ha tramitado una licencia de manejo, almirante de los viajes literarios a Marte que no voló en avión hasta los setenta y tantos años de edad. Bradbury que alivió pasajes de su verdadera biografía en cuentos como “El romance del Gordo y el Flaco”, hermoso relato con mucho tinte de autobiográfico, tal como el cuento “El pedestre” precede a la novela Fahrenheit 451, anécdota autobiográfica escrita en la noche en que la patrulla de la policía de Los Ángeles lo detuvo para averiguar por qué caminaba por las banquetas o aceras de las calles; bajo el imperio del automóvil, ya nadie caminaba por placer y todo pedestre se volvía sospechoso y el cuento narra al hombre que es juzgado y ejecutado precisamente por caminar; el cuento de un hombre idéntico a Hitler o el que narra un choque de bicicletas en Dublín, o el cuento del hombre que viaja a lugares lejanos tan sólo por el teléfono a larga distancia, escrito el día que Bradbury escuchaba por teléfono los aplausos de sus muchos lectores reunidos en la Ciudad de México para celebrar el amoroso oficio, ejercido por más de sesenta años de recordarnos que, en realidad, todo es puro cuento.

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