Jorge F. Hernández
(Columna publicada en Milenio)
Siendo inmortal, no ha muerto Ray Bradbury y —llegado el día en que algún ingenuo noticiero tenga la ocurrencia de informar lo contrario— ya sabemos que pervivirá por siempre envuelto en la impalpable atmósfera del inmenso planeta rojo que llamamos Marte. Se sabe que Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en el pueblito de Waukegan, estado de Illinois; es decir, tiene 92 años y en realidad no se necesitan más pretextos para dedicarle un agua de azar como la que intento aquí. No hay más razones para estos párrafos que el honesto afán de una gratitud postergada: durante los pasados dos años y medio finqué la rara pero feliz costumbre de leer un cuento de Bradbury a la semana; la ocurrencia se debe al libro Bradbury Stories (Perennial, Harper Collins Publishers, 2003) gordo volumen que reúne nada menos que 100 de sus cuentos más celebrados. Al cargar por primera vez el libro parecía buena ocurrencia proponerse la lectura de un cuento por semana, como amuleto para las inciertas cien o más semanas que se fincaban en ese instante como un destino o meta; desde luego, hubo semanas en que falté a mi empeño y otras en que la madrugada me permitió leer más de un relato… pero el propósito se cumplía poco a poco, con la idea de llegar a estos párrafos como guinda de sincera gratitud.
Sucede que a Ray Bradbury lo había yo encasillado en la fácil consideración de ser el autor de Las crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953) y nada más. “Poeta del Pulp fiction”, diría el Time. Es decir, se me hizo fácil considerarme su lector por el hecho de admirar esas dos novelas con el debido asombro y sintiéndome inmune a la tentación de volverme fanático de esos párrafos, de los que citan Fahrenheit 451 como el Apocalipsis anunciado en este mundo donde ya nos alcanzó el futuro y así como en la novela es delito y pecado mortal no sólo leer libros, sino poseerlos, así hoy en día le buscamos similitud y metáforas a la pesadilla (o peor aún, considerarme lector de Bradbury —como dicen serlo muchos mentirosos— con tan sólo ver la película que se hizo sobre su novela incendiaria). Se me hizo fácil guardar en el estante de ciencia ficción sus Crónicas marcianas como divertido ramal de la Literatura con mayúscula, como si no fuera de a de veras. En mi estulticia y soberbia llevaba la baba de la ignorancia y estupidez: ahora que lo he leído a conciencia caigo en cuenta de la mayúscula Literatura de Bradbury, ésa genialidad que despertó en gigantes como Jorge Luis Borges (de allí su Prólogo a la primera edición en español de las Crónicas marcianas) o Eliseo Diego que tuvo el deseo de conocerlo en persona. De hecho, el gran poeta Eliseo sostuvo correspondencia con Ray Bradbury y se conocieron en un congreso en un encuentro que sin duda se repite en el infinito, en el espacio sideral, allá donde los marcianos extienden sus vacaciones invisibles.
Intento un cuento para Bradbury donde el personaje y sus circunstancias —según Wikipedia— son él mismo como si tuviésemos que inventarlo, como si no fuera cierto que es descendiente directo de Mary Bradbury (acusada y sentenciada a la hoguera por supuesta brujería en Salem, Massachusetts en 1692), como si no fuera cierto que Ray tuvo gemelos de hermanos mayores, uno de los cuales murió en 1918 o como si no fueran hijos y nietos de periodistas, gente de tinta y tipos móviles. El cuento narra la vida de un lector apasionado, devoto feligrés de la obra de Edgar Allan Poe, Somerset Maugham, John Steinbeck, L. Frank Baum y su Mago de Oz, Julio Verne, H.G. Wells y Edgar Rice Burroughs, autor de la saga de Tarzán que marcó al niño Bradbury con otro de sus libros que podríamos traducir como El cacique de Marte. Bradbury escribió a los doce años una continuación de esa novela, quizá sin saber que fincaría un amplio lectorio y pasaporte a la inmortalidad precisamente con sus relatos resumidos bajo el título de Crónicas marcianas años después.
En realidad, el boleto para la eternidad que lleva Ray Bradbury tatuado sobre el pecho con cada párrafo que ha escrito y cada libro que lee se debe a dos sortilegios milagrosos: el primero ocurrió en 1932, cuando alguien lo llevó a una feria y durante el espectáculo de Mr. Eléctrico el niño Bradbury fue el afortunado elegido entre todos los azorados niños que poblaban la carpa para pasar el ruedo de aserrín y ser tocado en la punta de la nariz por la electrificada espada de Mr. Eléctrico, al tiempo que el enigmático encantador de frac y chistera gritaba “¡¡Vive para siempre!!”. El otro milagro para la grandeza de este escritor se debe a una tía que leía cuentos todas las noches y fincó en Bradbury la sana enfermedad y justa devoción no sólo por los libros, sino por las bibliotecas: el propio Ray afirma que “las bibliotecas me criaron. No creo en los colegios ni en las universidades. Creo en las bibliotecas, pues la mayoría de los estudiantes no tienen dinero. Yo terminé la preparatoria durante la Gran Depresión y no tenía dinero. No podía inscribirme en alguna universidad, así que me propuse ir a la biblioteca tres veces a la semana durante diez años”. De hecho, como detalle del cuento de Bradbury habría que subrayar la hermosa escena del autor que escribe Fahrenheit 451 en la biblioteca Powell de UCLA, en la sección donde antiguamente se alquilaban por hora máquina de escribir.
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